martes, 5 de enero de 2010

Algo de "Juliette"

[...]  - ¡Te debo más que la vida, mi querida Delbène! -exclamé- porque ¿qué es la existencia sin la filosofía?¿Acaso merece la pena vivir cuando se languidece bajo el yugo de la mentira y de la estupidez? Bien -proseguí con calor- ahora me siento digna de ti, y sobre tu seno juro por lo más sagrado que nunca más volveré a las quimeras que tu tierna amistad acaban de destruir en mí. Sigue enseñándome, dirigiendo mis pasos hacia la felicidad; me entrego a tus consejos; harás de mí lo que quieras, y ten por seguro que nunca habrás tenido una alumna más ardiente, ni más sumisa que Juliette.

La Delbène estaba embriagada: para un espíritu libertino, no hay mayor placer que el hacer prosélitos. Se goza con los principios que se inculcan; se deleitan con mil sentimientos diversos al ver a los otros entregarse a la corrupción que nos mina. ¡Ah!, ¡cómo se ama esa influencia obtenida sobre su alma, obra únicamente de nuestros consejos y nuestras seducciones! Delbène me devolvió todos los besos con los que yo la colmaba; me dijo que me convertiría en una muchacha perdida, como ella, una muchacha sin costumbres, una atea, y que ella, como única causante de mi desorden, tendría que responder ante Dios del alma que le robaba. Y al ser sus caricias cada vez más ardientes, pronto encendimos el fuego de las pasiones con la llama de la filosofía.

-Toma -me dice Delbène puesto que quieres ser desvirgada, voy a satisfacerte al momento.

Borracha de lujuria, la bribona se arma al punto con un consolador; me excita para adormecer en mí el dolor que, dice ella, va a causarme, y a continuación me embiste tan terriblemente que mi virginidad desapareció al segundo golpe. No puede decirse lo que sufrí; pero, a los punzantes dolores de esta terrible operación, pronto sucedieron los más dulces placeres. Delbène, a la que nada agotaba, estaba lejos de sentirse cansada; abrazada a mí, su lengua sumergida en mi boca, y acariciando mi trasero con sus manos, hacía una hora que yo descargaba en sus brazos, cuando al fin le pedí una tregua.

-Devuélveme todo lo que acabo de hacerte -me dijo en seguida-... estoy devorada por la lujuria, yo no he gozado mientras tú te deleitabas; quiero descargar a mi vez.

De querida amada me convertí en el amante más apasionado: encoño a Delbène, la froto. ¡Dios!, ¡qué extravío! Ninguna mujer había sido tan digna de ser amada, ninguna se había dejado llevar por el placer como ella; diez veces seguidas se extasió la bribona en mis brazos, creí que se derretiría en flujo.

-¡Oh amada mía! -le digo-, ¿no es cierto que cuanta más inteligencia se tiene mejor se saborean las delicias de la voluptuosidad?

-Evidentemente -me respondió Delbène- y la razón de eso es muy sencilla: la voluptuosidad no admite ninguna cadena, nunca goza mejor que cuando las ha roto todas; ahora bien, cuanto más inteligente es un ser, más cadenas rompe: luego el hombre inteligente será más propicio que ningún otro para los placeres del libertinaje.

-Creo que la extrema delicadeza de los órganos también contribuye mucho a ello -respondí.

-No hay duda --dice Mme. Delbène-: cuanto más pulido está el espejo, mejor recibe y refleja los objetos que se le presentan. [...]

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